sábado, 24 de abril de 2010

La Ruta de la Seda. Uzbekistán

No sé si a todo el mundo le pasa. Supongo que sí, que no soy especial. Guardo en mi memoria nombres de lugares. Mezcla de literatura, cine o historias contadas por otros. Algunos imaginarios. Otros reales, pero tan lejanos o tan de otra época que parecen imposibles de alcanzar.
En mi atlas imaginario se encuentran la Atlántida, el bosque de Sherwood, Rivendel, Casablanca, Dakar o Samarkanda.
Samarkanda. Resulta que Samarkanda es real, y que está a solo un puente de Afganistán. Un puente una vez destruido para evitar que los talibanes lo cruzaran y otra vez reconstruido. Una ciudad de mil y una noches en un país ex-soviético.
La posibilidad de reemplazar las fotos de mi álbum imaginario por otras reales.
Samarkanda y Bukhara. Puntos casi finales de la ruta de la seda. Mezquitas de azules brillantes mezcladas con prácticos edificios grises cuadrados recuerdo de otros tiempos, no tan lejanos.
Controles de pasaportes. Grandes corras de plato. Vendedores ambulantes, ladas del pasado y
daewoos del presente. Pequeñas calles y grandes avenidas. Mezcla de razas, idiomas, culturas.
Cruzamos abruptos paisajes de montaña y campos trabajados con esfuerzo de otras épocas. Paseamos por Bukhara, donde, en algún momento, nos dio la impresión de formar parte de la expedición de Marco Polo.
Negociamos la compra de productos que no necesitábamos y recorrimos el país como si nos persiguieran. Rápido, sin mirar atrás, enseñando nuestros pasaportes en todos los controles, con nuestra carta de misión - nuestro salvoconducto - siempre lista. Y volvimos a cruzar el puente hacia Afganistán.
Y Samarkanda? Seguirá en ese atlas imaginario, protegida por grandes soldados armados con alfanjes y tocados con turbantes que protegen sus secretos de los viajeros que buscan gloria y riqueza.